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Crítica de The Banshees of Inisherin

A estas alturas, me atrevo decir que el guionista, libretista y director Martin McDonagh es experto escribiendo historias para gente que no le gusta mucho la humanidad pero, tampoco quiere perder totalmente la fe en ella. Su comedia trasciende la categorización de “humor negro”, cayendo casi en lo cruel, sin apretar completamente el gatillo. Con The Banshees of Inisherin nos entrega una cuasi muda exploración de la fragilidad emocional ante el rechazo y la desesperación de vivir sin vivir.

Una de las mejores películas que he visto este año, The Banshees of Inisherin me tiene reflexionando sobre mi vida entera desde que salí de la sala, especialmente en el aspecto de relaciones; románticas, amistades, sociales.

La mayor razón de las reacciones ante la ruptura de una relación tiene que ver más con uno mismo que la otra parte. El ego lastimado, el sentido de pertenencia, la sensación de derrota. Esas son las fuerzas con que combatir, en vez de perder tiempo tratando de recuperar lo perdido. Hay heridas que no sanan, a veces es mejor amputárselas. Eventualmente descubres que no duele tanto como pensabas, al menos no tanto como cuando el tajo primero se abre.

Porque si sigues insistiendo, quizás termines descubriendo que no eres tan buena persona como pensabas

Y eso necesita entenderlo Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell), un sencillo granjero viviendo en Inisherin, una isla ficticia al oeste de Irlanda, que bien podría convertirse en la nueva definición de pueblo pequeño. Pocas casas, mucho campo, acantilados contra el mar y, a lo lejos, sonidos de guerra. Es 1923, justo durante la guerra civil irlandesa.

En Inisherin se forma otro teatro de guerra; Pádraic vive una vida extremadamente sencilla, tan rutinaria que podrías cuadrar tu reloj con sus movimientos. Todos los días a las 2:00pm busca su mejor amigo Colm Doherty (Brendan Gleeson) para beber en la barra local donde se encuentra todo el pueblo, y de vez en cuando se forman fiestas musicales.

Pero este día, Colm ignora a Pádraic, yéndose por su propio lado. Resulta que Colm ha decidido terminar la amistad con Pádraic, quien no logra entender porque. Colm eventualmente revela (más o menos) la razón: Pádraic es aburrido. En el ocaso de su vida, Colm entendió que no dejará ningún legado, por lo que decidió buscar compañías más estimulante, aparte de escribir una melodía que grabe su nombre en la historia.

Pádraic no logra entender las razones de Colm, comenzando una cruzada para recuperar la amistad. La voluntad de Colm es tan inquebrantable, que lanza un ultimátum que prefiero no arruinarles.

McDonagh siempre ha exprimido los mejores trabajos de sus actores y, con esta reunión de In Bruges, Farrell interpreta uno de los personajes más complejos de su carrera, irónicamente interpretando un hombre de mentalidad sencilla. Por su parte, Gleeson es una roca tallada en piedra usando cada centímetro de su rostro, inyectando emociones a cada palabra contada saliendo de sus labios, una clase de actuación con la mirada.

A ellos se les suma Kerry Condo como Siobhan, la hermana de Pádraic, una solterona que, intentando ayudar a Pádraic, redescubre su propia intención de escapar de la agobiante rutina en la isla, y Barry Keoghan como Dominic, el simplón hijo del policía de pueblo, que intenta crear con Pádraic la misma amistad que perdió este con Colm, pero Pádraic  lo rechaza por ser “muy limitado”, sin que ninguno de los dos se dé cuenta de la ironía.

A través de las jugarretas de Pádraic, McDonagh establece un estudio de lo que define ser “una buena persona”, como Pádraic segura ser. Su estrategia orbita entre lo graciosos y lo incomodo, no tanto por lo que ocurre en pantalla, sino por lo cercano del tema. En un momento que la industria celebra el regreso de “la bondad” con series como Ted Lasso, McDonagh prefiere poner una lupa a la fragilidad humana aceptando fronteras emocionales. Inmensamente recomendada.

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